Después de que aquel joven estadounidense llevara a cabo la matanza en aquel
colegio de Conneticut, Barak Obama tendrá que enfrentarse, no solo a la
oposición de los republicanos, sino a los impedimentos puestos por las empresas
armamentísticas y los lobbys de presión que, como tradicionalmente ocurre en la
historia de Estados Unidos, se las
ingeniarán para cambiar la política del gobierno. Habrá que preguntarse qué
pasará con el proyecto de ley planteado por la administración Obama de prohibir
las armas de asalto en manos privadas. No hay que olvidar que en 2008 la Asociación Nacional
del Rifle invirtió 40 millones de dólares en campaña electoral tanto para
republicanos como demócratas, a cambio de que el gobierno combatiese propuestas
contra la compra o posesión de armas. Así
pues, no interesa dar un toque de atención a estas entidades.
La reacción de varios legisladores en
algunos estados ante este suceso es digna de apuntar en los anales de la
historia de la ineptitud política. Medidas como permitir a profesores que porten armas en los colegios para proteger a
los alumnos, o vender mochilas antibalas a los estudiantes, pone de manifiesto
la influencia de los intereses económicos y la imposibilidad de reaccionar
políticamente ante ellos. Pero también muestra uno de los elementos
caracterizadores de la sociedad norteamericana; el miedo. Estados Unidos es un país que, por su
historia, está condenada a la turbación. Después de financiar guerras en países
de África, Asia y América Latina para salvaguardar su imperio, después de
potenciar el terrorismo en Oriente Medio
o de vivir bajo la influencia de unos medios de comunicación que contribuyen a
insuflar el miedo con sus películas apocalípticas; es lógico que los ciudadanos
norteamericanos duerman con su Smith & Wesson bajo la almohada.
Retirar la segunda enmienda de la constitución
americana, que reconoce el derecho del estadounidense a portar un arma de fuego, es un trabajo que
desde el poder público es casi imposible, pero también lo será tomar medidas
para limitar el acceso a las armas, como ha propuesto el congreso. Mientras
estas entidades intervengan en las decisiones de los actores políticos de
Estados Unidos –y, prácticamente, de los de todo el mundo- habrá más tiroteos
en los centros de enseñanza; atracos a mano armada en las tiendas de 24 horas,
y batallas campales entre gangas de los oscuros barrios del Bronx.
Grupos de ciudadanos se están movilizando para que el
gobierno regule el acceso a las armas. Llamar la atención del poder público es,
sin duda, una labor necesaria, pero es también una batalla perdida. Un primer
paso que cambiaría el curso de la historia norteamericana consistiría en
concienciar a la ciudadanía sobre peligro de las armas, pero también lo sería el
de eliminar de su mente el patriotismo imbécil que se les inculca en las
escuelas o en los medios de comunicación y mostrarles una realidad distinta de
la suya.
Se trata de una iniciativa difícil, pero más complejo
es aún intervenir en decisiones económicas.
Pero por Alá, antes de dirigirse a ellos, acuérdese de llevar puesto el
chaleco antibalas, no vaya a ser que lo confundan con un espía ruso y vuelva a
su casa con un ombligo nuevo.